¿Vientos de representación y democracia desde el Pacífico Sur?
Uno de los indicadores fundamentales de la democracia en crisis tiene que ver con la representación. Chile y Perú nos ponen retos acerca de los dilemas representativos de nuestro tiempo.
Si Chile nos puso ante el espejo del deseo de presencia desde lo excluido y de una mayor receptividad en el hilo representativo, ahora lo hace desde la tecnocracia autocratizada que reina en la derrota progresista. Mientras tanto, Perú nos interpela a pensar la representación política desde las profundidades del descontento. En el Pacífico Sur se juegan los dilemas representativos de nuestro tiempo.
La crisis de la democracia viene asociada a una profunda crisis de la representación política. Al fin y al cabo, los sistemas democráticos vienen identificados como democracias liberales representativas. Es una noción que cuenta con los mitos fundantes de las revoluciones inglesa, norteamericana y francesa y que traza imaginarios de hilo histórico con las ciudades-estado italianas como Venecia o Florencia y con la democracia ateniense. El largo siglo XIX y el corto siglo XX, tal y como lo conceptualiza Eric Hobsbawn, con sus conflictos y emancipaciones, nos puso en los albores del siglo XXI con lo que se postulaba como el triunfo imparable de un sistema político que se autoerigió como moral y políticamente superior.
El fin de la historia ni llegó ni puede llegar, menos si se piensa desde la democracia que permite una visión abierta y dinámica de la política. Algunos de los que han pretendido defender la democracia se han vuelto miedosos ante las transformaciones sociales de nuevo cuño. Han visto peligros para la democracia y la representación en movimientos políticos y acciones colectivas que podían ser leídas desde vectores democratizantes (en el sentido de Gerardo Aboy Carlés). Algunas corrientes de pensamiento han pasado del sistema indestructible que se iba a imponer a verlo como uno débil y en peligro de extinción. Si seguimos las tendencias de los últimos años, es cierto que hemos vivido una ola de autocratización. Pero como señala el profesor Andrés Malamud, tomando los datos de V-Dem y Freedom House, sigue la tendencia secuencial a una ola democratizadora y, en todo caso, menos virulenta que las precedentes. La democracia no avanza, pero resiste.
Uno de los indicadores fundamentales de la democracia en crisis tiene que ver con la representación. Es una dialéctica entre lo que se constituye como crisis de representación y la propia noción de representación en crisis. La primera respondería al quiebre de los sistemas de partidos, siguiendo a Jane Morgan en Bankrupt representation and party system collapse, como una ruptura momentánea de la relación representante-representado por la incapacidad de respuesta ante retos externos sumado a constreñimientos institucionales-contextuales. Esto se produciría por: 1) convergencias programáticas, motivadas por crisis económicas, constreñimientos internacionales o acuerdos interpartidistas; 2) incorporación de intereses limitada, emergencia de nuevos clivajes o constreñimientos organizativos; 3) destrucción de redes clientelares, cambios sociales que traen nuevos demandantes, nuevos equilibrios territoriales, menos recursos por crisis económicas o reformas institucionales.
La segunda nos hablaría de una generalización de la ruptura del lazo representativo. Los nuevos fenómenos políticos como los populismos o la revolución tecnológica habrían socavado las bases del normal funcionamiento representativo. Se concuerda con Santiago Gerchunoff, en La crisis de la democracia como melancolía, que esto no tiene sino un aire nostálgico, que acaba construyendo un presente representativo como anomalía. Esto lleva a leer estallidos sociales, procesos constituyentes o crisis institucionales como los de Chile y Perú como señal de esta representación en crisis. Pero normalizar la representación nos permite ver la riqueza representativa de estos contextos, a la vez que observar los posibles vectores de democratización existentes.
La reevaluación de la representación política tiene en la consolidación de la conversación pública de masas en redes sociales una de sus causas y, sobre todo, su lugar paradigmático de observación. Gerchunoff apuntaría a que el problema representativo se fundamenta en la herida o división entre el derecho al voto y la libertad de expresión. Siendo el voto, acorde a Albert O. Hirschman en Compromisos variables: interés privado y acción pública, la máxima expresión de la participación política en la democracia contemporánea. Implicaría que el derecho a voto se erige como punto mínimo y máximo de la participación política. Lo que deja un profundo remanente de deseo de participación y de descontento y frustración.
Gerchunoff apunta a que por primera vez en la historia y motivado por el desarrollo tecnológico la libertad de expresión puede tratar de colmar este excedente. Este excedente y descontento-frustración se fundamenta en el deseo de aparición de los sujetos. Es un deseo de autorrevelación, de mostrar identidad a través de la expresión. Este deseo de aparición es el que informa la representación política en su vertiente de lógicas de constitución de subjetividades políticas.
Lo que entra en contradicción con la conceptualización liberal. ¿Por qué? El liberalismo es una ideología y un corpus teórico de reacción (pensemos en la crítica de Carl Schmitt), que busca limitar y establecer garantías (véase en Benjamin Constant). Esta misma lógica es la que informa la representación liberal: reacción, vertiente negativa, controles y garantías. La representación toma forma en una arquitectura institucional que busca el establecimiento de pesos y contrapesos (como podemos ver en Giovanni Sartori o Adam Przeworski); busca limitar el poder, de manera originaria y simbolizada en el poder absoluto de las monarquías, y de limitar una idea compacta e integral de soberanía.
Hay componentes representativos en su sentido político, y más en un contexto de hiperpolarización con la generalización de la esfera pública, tanto en el derecho a voto como en la libertad de expresión. Tanto en la vertiente negativa como en la positiva, en la búsqueda de limitar la voluntad y la soberanía o el poder como en el deseo de aparición.
El deseo de aparición, la potencia de la expresividad, la representación en su vertiente positiva, es conformante de lo político. Los estudios de la representación no han prestado la suficiente atención a esta fuerza desatada en nuestras sociedades. No lo han hecho desde la profundidad teórica y empírica que hay detrás del deseo de aparición, de la pulsión de autorrevelación y de la afirmación de la identidad. ¿Cómo vamos a entender sino las propuestas estéticas, dinámicas de identificación y liderazgos que se gestaron en las calles y smartphones de Chile, Colombia o Perú? Es un camino que nos lleva a la representación como una cuestión abierta, sujeta a continuas refundaciones. Esto no ocurre solo en las democracias, por lo que podemos quitarle cierta responsabilidad al ver los problemas de representación como una dinámica general de los órdenes políticos.
Chile nos ha puesto ante el espejo de las tendencias representativas del momento: presencia y receptividad en la primera fase del proceso constituyente (octubre 2019-septiembre 2022) y el retorno consensualista y las pulsiones tecnocráticas (septiembre 2022-diciembre 2023). En la primera, la representación es un problema de desconexión de las élites, gobiernos o representantes con el pueblo o los representados. Esta fue la dinámica prevalente en el primer intento constituyente, siendo el fenómeno de los independientes su máxima expresión. Es la idea de que se necesitan gobernantes que provengan del pueblo, que puedan conocer sus problemáticas y demandas porque las han vivido y con su mera presencia están aportando contenido representativo. Así como, deben contar con capacidad de captación y respuesta al contenido proveniente de lo social.
En la segunda fase constituyente, la figura del experto a través del Comité Técnico de Admisibilidad y la Comisión Experta pone los cimientos de una propuesta tecnocrática de la representación. Aquí, la representación es un problema de división del trabajo, por lo que el representante debe responder a su competencia profesional. Se fundamenta en la idea de que la política es compleja y multidimensional, esto se visualiza bien en la amplitud de la propuesta de constitución de Chile, por lo que dejemos que los que saben hagan el trabajo y que los comunes se retiren a los cuarteles de invierno.
Se ve problemático cuando las distintas visiones, sobre todo cuando se hace desde una perspectiva analítica, ven la representación como un problema solucionable. Pues la acción política puede permitírselo en el discurso, si bien siendo consciente de la frustración que conlleva la imposible resolución de los dilemas representativos. Ya que podemos acabar concluyendo que si es un problema de desconexión se solucionaría con un mayor acercamiento de los políticos y presencia de lo excluido en la institucionalidad. Una vez este se ha producido, al verse como solucionado se puede dar un cierre de los canales que te permiten captar y dar nuevas respuestas, lo que te hace perder en capacidad de interpelación a nuevas exclusiones representativas. Una parte de la derrota progresista del 4 de septiembre de 2022 tiene que ver con esto.
O si es un problema de competencias se solucionaría con una suerte de proceso de selección de tecnócratas. Una óptica elitista que deja fuera la receptividad democrática de las problemáticas y demandas populares o el tipo de composición por razones de estrato social, étnico-nacional o de género. Que en el caso chileno se origina desde la derrota de otra propuesta, de un repliegue participativo y de emociones de reacción conservadora y desafección progresista. No interpela a la adhesión ilusionada, sino que busca aceptación por resignación. Los dilemas representativos no van a ser solucionados, no lo consiguieron los sistemas de exámenes imperiales de la antigua China. La política y la democracia tienen problemas que ni son ni deben ser solucionados. Una visión analítica profunda y honestamente democrática debe hacerse cargo de la irresolubilidad.
Si Chile nos ha puesto en este doble espejo, un poquito más al norte, Perú nos pone retos para una crisis en su momento más crudo donde multitud de nexos representativos han saltado por los aires o su consolidación fue débil en un contexto de desconfianza, cinismo y escepticismo hacia el conjunto de herramientas de la política acaparadas por una élite cerrada y corrupta. He aquí el reto, construir y trasladar hilos representativos desde la desconfianza hacia una nueva institucionalidad. Pero como en Colombia o en Chile, hay descontento politizado en un sentido democratizador de lo político y de justicia social que se asocia a un agravio de racismo y clasismo. Si bien con una dispersión territorial, en la que cuesta articular los nodos de referencia común.
Me pregunto en el ocaso de 2023: ¿Democratización e insuflar representatividad o el triunfo de la desconfianza y la tecnocracia autocratizada? Me pregunto al estilo Leonard Cohen: ¿Democracy is coming to the South American Pacific?
Firma invitada - Andrés González es investigador doctoral en Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales por la UCM. Máster Internacional de Estudios Contemporáneos de América Latina. Graduado en Ciencias Políticas y en Derecho por la UC3M.
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Apuntes interesantes, pero el problema en particular en el caso peruano, es la obstinación en "construir y trasladar hilos representativos desde la desconfianza hacia una nueva institucionalidad."
Después de 12 constituciones, esto es ya darse de narices contra la pared.