La ofensiva de la langosta
La nueva victoria electoral de Donald Trump se produce en una coyuntura diferente a la de 2016. Con el desencanto como forma de movilizar, vuelve con una mayor posición de poder y más beligerante.
Unos días previos a la celebración de las elecciones de Estados Unidos, el ministro francés de Asuntos Exteriores, Jean-Noël Barrot, se refería de la siguiente manera sobre los resultados que podían darse en tales comicios: “No podemos dejar la seguridad de Europa en manos de los votantes de Wisconsin cada cuatro años. Salgamos de la negación colectiva. Los europeos deben tomar su destino en sus manos, independientemente de quién sea elegido presidente”. Barrot traía a la discusión un tema que se viene tratando en el último tiempo como es la autonomía en materia de defensa de Europa, dejando de depender de Estados Unidos. Esto lo ponía en relación con la influencia de los denominados «estados bisagra» (o swing states) para decidir el ganador de las elecciones presidenciales, entendiendo las visiones divergentes en política exterior de los republicanos y de los demócratas.
En Estados Unidos los comicios presidenciales todavía siguen decidiéndose por el sistema del Colegio Electoral, por lo que importa sobre todo es el número de delegados obtenidos. Este sistema funciona desde la redacción de la Constitución en 1787. Si bien la esencia del Colegio Electoral no ha variado, lo que sí ha cambiado en todo este tiempo es el propio Estados Unidos. La composición actual del país ha repercutido en que algunos estados sean catalogados como «rojos» y otros como «azules», pero ni republicanos ni demócratas cuentan con los suficientes estados para disponer de una mayoría clara, lo que conlleva que el resultado final se decida por una serie de estados en disputa. De cara a la contienda del 2024, se identificaron siete estados pendulares: Georgia, Arizona, Wisconsin, Michigan, Pensilvania, Nevada y Carolina del Norte.
Una vez conocidos los resultados electorales de este año, la victoria de Donald Trump frente a Kamala Harris no fue tan reñida como se predecía en un principio. El candidato republicano se impuso no solo por los delegados obtenidos en el Colegio Electoral, sino también por el voto popular, una novedad con respecto a su anterior triunfo en 2016. Además, logró ganar en los siete estados pendulares y en el próximo Congreso su partido tendrá el control del Senado y posiblemente de la Cámara de Representantes. Por tanto, hay que tomarse en serio las implicaciones del triunfo de una figura política con una capacidad de convocatoria que sigue desafiando todo análisis sesudo que se pueda hacer al respecto. Su estridencia hoy es más difícil de combatir.
La (gran) falta de audacia de los demócratas
Los votantes indecisos de los estados bisagra fueron decisivos en la definición de la contienda del 2024, pero los patrones geográficos de participación sugieren que Trump se benefició de la fuerte participación del Partido Republicano, contrastando con el desempeño de los demócratas. De acuerdo con el análisis preliminar de POLITICO, “en la mayoría de los condados de color azul oscuro en los que se ha depositado la mayor parte del voto, se han emitido menos papeletas que hace cuatro años”.
La candidatura de Harris tuvo un problema de participación. El Partido Demócrata perdió más de diez millones de votos con respecto a 2020. En este sentido, es innegable que la gestión demócrata del genocidio perpetrado por Israel en Gaza y la posición de Harris alejaron a una parte nada desdeñable de ciudadanos que en el pasado habían votado por este partido en las elecciones presidenciales.
Por otro lado, el continuismo que representaba Harris impulsó el voto en contra. La figura de esta candidata estaba intrínsicamente asociada a Biden, por lo que las percepciones negativas del electorado sobre esta administración en temas como la economía o la inmigración repercutieron en su desempeño en las urnas. En lo económico, los demócratas no contaron con propuestas memorables y hubo una falta de atrevimiento a la hora de movilizar el sentimiento anti-ricos. En el tema migratorio, optaron por una táctica condenada al fracaso de hablar con dureza sobre la migración «ilegal». Como apuntaba el teórico social Alberto Toscano, desde el momento que la migración es presentada como un «problema», siempre se traduce en beneficio para la ultraderecha.
Entonces el principal motor de la campaña de Harris se basó en el peligro que suponía para el estado de la democracia un nuevo mandato de Trump. Para un grueso de votantes, sin embargo, no era su principal preocupación, y en todo caso esa percepción se tenía sobre la mayoría de los políticos. Se podría decir que fue la «elección de la baja confianza». Así, resultaba poco útil esta agitación en tanto no había entre los propios demócratas una evaluación crítica y sincera de su desempeño político de las últimas décadas, es decir, asumir que la deriva trumpista empezaba por uno mismo, no era algo exógeno.
Los esfuerzos de Harris, igualmente, se centraron en la búsqueda de conversos, los del «Nunca Trump», y subsecuentemente en cuidar los vínculos con los grandes donantes. La estrategia que proponía el senador demócrata Chuck Schumer en 20161 volvió a fracasar y lo que ocurrió es que se descuidó su propia base electoral. En suma, la falta de audacia (o más bien la ineptitud) no solo se circunscribía a la propia Harris, sino que se ampliaba al propio Partido Demócrata.
La protección convertida en ataque
El regreso de Trump a la Casa Blanca se produce en una coyuntura distinta a la de hace ocho años. De conformidad con el politólogo Cas Mudde, si bien su primera administración fue un gobierno de coalición con el establishment republicano, el Trump de la actualidad dispone de una posición más poderosa, casi sin contrapesos en la derecha como en el sistema político estadounidense y con los cuadros para cubrir las diferentes áreas del gobierno. En el momento que asuma como 47º presidente de Estados Unidos, la democracia de este país se pondrá a prueba desde distintos frentes, pero lo que parece claro es que los próximos cuatro años a los grupos subalternos les espera un futuro más hostil.
En el libro Controlar y proteger. El retorno del Estado (2023), el sociólogo Paolo Gerbaudo, al reflexionar sobre la cuestión de la protección, apuntaba al uso que ha hecho la derecha nacionalista, que en los últimos años ha logrado capitalizarla a partir de la inseguridad. Basándose en planteamientos previos realizados por Karl Polanyi en La gran transformación (1944), Gerbaudo ilustraba la política de protección de la derecha a partir de la metáfora de la langosta. Esto es, una defensa convertida en ataque. La pinzas de la langosta funcionan como una forma de protegerse ante lo que se entiende como una amenaza del exterior. Es lo que Polanyi identificaba como una nación «protegida como un crustáceo».
Pese a la base nostálgica del «Make America Great Again», Trump ha sido capaz de efectuar un movimiento inmensamente generativo en términos históricos, ha abierto nuevos espacios de formulación política a fin de atraer a sus filas electores desencantados con el «sistema». Esos espacios se basan en la exclusión y la reacción beligerante ante aquello que supuestamente amenaza las creencias y valores de los Estados Unidos de América.
Gracias por leer En Disputa. Si te gusta la newsletter, haga clic a continuación para unirte al grupo de suscriptores de pago. De esta forma, permites la sustentabilidad y la mejora de nuestra página web.
El hoy líder de la mayoría del Senado proponía lo siguiente: “Por cada demócrata de cuello azul que perdamos en el oeste de Pensilvania, elegiremos a dos republicanos moderados en los suburbios de Filadelfia, y eso se puede repetir en Ohio, Illinois y Wisconsin”.