Y antes del estallido social
Pensar en torno a lo que precedió al estallido social de 2019 supone entablar un diálogo con el momento que hoy atraviesa Chile, en el que aún permanece el deseo de cambio.
La dictadura de Augusto Pinochet terminó en 1990, pero la llamada «modernización conservadora» siguió impactando en el rumbo político, económico y social de Chile. Los primeros años de la vuelta a la democracia entonces estuvieron caracterizados en una gobernabilidad que se basaba en el mantenimiento del crecimiento económico combinado con leves reformas sociales a fin de espantar nuevas proclamas golpistas.
A partir de 2006, se percibirían cambios con respecto a la «democracia de los acuerdos» que había atravesado el país desde el fin de período autoritario. Iba dejando de satisfacer la forma de gobernar de la Concertación de Partidos por la Democracia. Así pues, la movilización social de los estudiantes contra un modelo educativo que reproducía las desigualdades supuso el inicio de un período en el que las carencias del sistema político chileno iban asomando en la superficie. Trece años después, tendría lugar uno de los momentos más destacados de la historia de Chile, el estallido social.
Este artículo, escrito a cinco años de lo sucedido en la primavera de 2019, pondrá la mirada en el sistema político chileno de los años previos al estallido. Es una breve reflexión que vuelve de nuevo al punto de por qué se produjo el estallido. Pensar en torno a lo que precedió a este evento supone igualmente entablar un diálogo con el momento que hoy atraviesa el país. Es necesario seguir analizando los derroteros tomados desde 2019, pero también retornar a esos pasados menos recientes en tanto todavía recorre en la sociedad chilena un deseo de cambio.
La ola de protestas del 2006 promovida por el «movimiento pingüino», un nombre que hacía referencia a los uniformes blancos y negros de los estudiantes de secundaria, contribuyó a la repolitización de la educación. El contexto social de desmovilización y desvinculación empezó a cambiar. La presidenta Michelle Bachelet, quien era vista como una figura de renovación al interior de la Concertación, afrontó en sus dos primeros años de mandato un período de crisis a nivel político y social. En la segunda parte de su gobierno, Bachelet pudo encarrilar la situación al poner en marcha reformas como la de las pensiones o la derogación, casi total, de la Ley Orgánica Constitucional de Enseñanza, logrando unos niveles de aprobación presidencial que no se verían más en los siguientes años en Chile. Sin embargo, las elecciones de 2009 pusieron fin a los gobiernos de la Concertación. La derecha con Sebastián Piñera a la cabeza se impondría en segunda vuelta ante un Eduardo Frei incapaz de revitalizar la candidatura concertacionista, algo que sí estaba presente en la campaña de Marco Enríquez-Ominami, quien obtuvo un sorprendente 20% de los votos. Los veinte años de predominio de la Concertación habían terminado. Había un evidente degaste que no solo impactó en la propia candidatura, sino también en el afianzamiento de la desafección política en el país.
El presidente electo se propuso una nueva forma de gobernar, que se caracterizaba por un enfoque eminentemente empresarial. En cambio, tanto el año 2010 como el 2011 mostraron desafíos no previstos que al final acabarían repercutiendo en el propio rumbo de esta presidencia, sobre todo el 2011 marcó un punto de quiebre para el país en términos de movilización social. El sistema educativo volvió a ser el principal tema con el que se iniciaron las movilizaciones de ese año. Bajo la demanda de un cambio estructural, se pudieron adherir otras cuestiones que suponían una impugnación al modelo chileno que se había configurado en el último cuarto del siglo XX. La búsqueda de otros canales de acción política venía definida por la apatía con la política institucional que iba creciendo entre la ciudadanía chilena.
Asimismo, bajo el mandato de la Alianza, y con el apoyo explícito de la oposición, se pusieron en marcha dos reformas políticas en vistas a fomentar la participación de los chilenos en los procesos electorales: el registro automático y el voto voluntario, y la ley de primarias para los cargos de elección popular (presidente, senador, diputado y alcalde). Sin menospreciar las intenciones y las dimensiones de estos proyectos, resultaban insuficientes en la medida que se mantenían las mismas lógicas de negociación y los mismos paradigmas de políticas públicas presentes desde la recuperación de la democracia. Entonces la derecha tampoco asumió las demandas provenientes de una ciudadanía chilena cada vez más movilizada. Fue una época en la que se apuntaló una «crisis de legitimidad sistémica».
El ciclo electoral del 2013 se desarrolló en un contexto en el que la necesidad de las reformas de calado se había convertido en un asunto central. Lo sucedido en las movilizaciones de 2011 estuvo muy presente en la campaña de 2013. Esto incidió sobre todo en la nueva candidatura presidencial que encabezó Michelle Bachelet. Así, la Nueva Mayoría1 ganó la contienda presidencial con la elección de Bachelet y obtuvo en la Cámara de Diputados y el Senado mayorías significativas. Sin embargo, hubo una caída abrupta de la participación electoral. El estreno del voto voluntario en los comicios municipales de 2012 expuso un notable abstencionismo y las generales de 2013 confirmaron esta tendencia.
La agenda de reformas sustanciales definieron la segunda presidencia de Bachelet. Con las mayorías obtenidas y el debilitamiento de los actores de veto conservadores, Bachelet consideraba que era necesario poner el acento en un espíritu refundacionista. Durante su primer año, emprendió tres grandes reformas: la tributaria, la educacional y la supresión del sistema electoral binominal. El empuje transformador inicial se vería finalmente ensombrecido. Escándalos de corrupción que se revelaron en ese tiempo como el caso Caval y las complicaciones en el ámbito económico lastraron a la presidenta chilena. Además, el proceso que emprendió para reformar la Constitución no pudo concluirse. En líneas generales, el éxito fue limitado.
Lo que se presuponía como un mandato transformador fue poco a poco topándose con las limitaciones de un sistema político sumido en la autorreferencialidad. Como consecuencia, ese desgajamiento de la sociedad intensificaba los desafíos a la representación política. No obstante, la política seguía su curso y la derecha, con Sebastián Piñera de nuevo encabezando, volvía a imponerse en las elecciones presidenciales de 2017.
Si bien el ciclo electoral de 2017 no contó con novedades en la contienda presidencial debido a la nueva victoria de Piñera, la supresión del sistema binominal permitió que en los comicios parlamentarios se observase un escenario que dejaba de estar dominado plenamente por las dos grandes coaliciones políticas, la Concertación-Nueva Mayoría y la Alianza-Chile Vamos. Por un lado, el Frente Amplio se constituía como tercera fuerza política. Por otro lado, la Democracia Cristiana se presentaba bajo la coalición Convergencia Democrática, que acabó situándose en cuarto lugar. Ni la propia DC ni la Nueva Mayoría (en ese momento La Fuerza de la Mayoría) se vieron beneficiados por esta ruptura, emprendida por los primeros. De acuerdo con Noam Titelman, la reforma exhibió unos niveles de diversidad mayores con la entrada de nuevas organizaciones políticas, pero al final continuó la conjunción de altos niveles de estabilidad electoral y desarraigo social.
La segunda presidencia de Piñera, esta vez con una pronunciada inclinación hacia la derecha, se daba entonces en un contexto marcado por bajos niveles de adhesión, por lo que no disponía de un mandato contundente de una mayoría de chilenos. Para Cristóbal Rovira Kaltwasser, había un error de diagnóstico, presente ya en el anterior mandato de Bachelet, debido a una falta de sintonía con la opinión pública. De esta forma, en la primavera de 2019, el alza de precios en las tarifas del metro provocó el inicio de un proceso de efervescencia social en todo el país, el denominado estallido social.
El estallido amplificó la gran apatía existente entre la población con el modelo de país que imperaba en Chile. Por un lado, la intermediación de la clase política con la ciudadanía se había roto. Pese a la alta estabilidad del sistema de partidos chileno, se había producido un desacople con una sociedad que iba participando cada vez menos en las distintas elecciones al optar por otros mecanismos de acción política que rebasaban lo institucional. Resultaba insuficiente creer que con solo la estabilidad se podía hacer política para la mayoría. Era necesario también la capacidad de adaptabilidad a fin de dar respuesta a los desafíos sociales y económicos, cosa de la que el sistema político chileno no disponía. Por otro lado, persistían altos niveles de desigualdad, los cuales eran consecuencia de un sistema económico cuyos pilares habían sido establecidos durante la época pinochetista. Como alertaba Carlos Huneeus en La democracia semisoberana (2014), la clase gobernante, anclada en el modelo de desarrollo neoliberal, estaba centraba en legitimar la democracia a partir del desempeño económico, descuidando la importancia de los factores políticos.
Aquel país, cuya élite política catalogaba por ese tiempo como un «oasis» en la región latinoamericana, se topaba con un cuestionamiento en forma de estallido social a lo que había sido la trayectoria política y económica seguida en las últimas décadas. Por tanto, aun siendo sorprendente, el estallido no fue algo espontáneo dado que la apatía de la opinión pública, el aumento del abstencionismo electoral y los niveles de movilización social, entre otras cuestiones, mostraban signos de que el régimen configurado en Chile no apelaba a las mayorías.
Las reflexiones del presente artículo sintetizan algunas de las ideas planteadas por el mismo autor en su Trabajo Fin de Máster: «Del malestar al estallido social (2006-2019). Estudio de la crisis de la representación política en Chile» [Universidad Complutense de Madrid, 2024].
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